lunes, 16 de noviembre de 2009

Rumbos

Hoy no encontré mi pie derecho. Fue al levantarme esta mañana cuando noté su ausencia. El pie izquierdo no se decidía al ser él el que diera el primer paso del día, por eso que ya se sabe. Me miró y le hice una seña de que espere. Lo busqué entre las sábanas, quizás estuviese aún dormido, pero no. No estaba ahí. Miré en los alrededores desde la atalaya de mi cama. Nada. “Estará abajo, entonces” pensé. Con la mirada invertida me abismé. Sólo restos de la noche anterior, poco para contar. Le pregunté al pie que seguía conmigo si sabía dónde podía haberse ido. Me confesó que desde hacía un tiempo no se estaban llevando bien, que no se hablaban. “Yo voy para un lado y él habitualmente encara para otro, no nos entendemos”, me contó. Tendría que haberlo sabido, pero no me había dado cuenta. Salir con un solo pie no me es del todo extraño, pero así la ciudad se torna peligrosa. Las calles se dejan caminar, pero no se puede andar por las cornisas. Los giros se tornan previsibles, y se sabe que la previsibilidad nos vuelve vulnerables y tristes. Y además, no era un día propicio para estos equilibrios. “Quizás vuelva”, me dije. Así que esperé. Resolví ponerme a contar las goteras del techo. “Son muchas, pero son muchas más cuando llueve afuera”, me encontré pensando. El tiempo pasaba de largo y no tenía señales de él.
Estoy acostumbrado a los finales felices, así que decidí calzarme un zapato prestado que alguien había dejado olvidado con su pie incluido. “Derecho”, pensé, y sentí cierto alivio. Y cierto desasosiego infantil.
Y salí.
Creo haberlo vislumbrado un par de veces.
Ya volverá.

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