martes, 25 de agosto de 2009

Nos despertamos aún de noche. Nos levantamos y nos pusimos nuestras ropas más queridas. Alzamos a los hijos dormidos. Salimos. Cada uno de cada casa. Y caminamos. Levantando las cabezas, como girasoles de caras hastiadas. Nos miramos. Caminábamos en silencio, con los niños que llevábamos como una ofrenda. Eramos decenas, centenas. Nadie se detuvo. Nubes bajas rozaban nuestras cabezas. Con las bocas abiertas fuimos bebiendo el aire, con los ojos estrellas, la luna en las manos.
No se prendieron luces. Nadie habló. No hubo llantos ni gestos con las manos, esos gestos de despedir o de espantar. Al llegar a los límites de la ciudad éramos miles. Nadie se detuvo. Caminamos entre los campos desconsolados, montañas inquietas, mares profanados.
Quienes despertaron más tarde intentaron huir con sus vehículos, pero se perdieron en las calles de pronto asustadas y ominosas. Nunca salieron.
Caminamos, millones, niños, mujeres, astros, hombres, campanas, lluvias y soles. Sentíamos algo que comenzamos a creer como alegría.
Hubo gente que se escandalizó. Dijeron no, gritaron no, lloraron no, quisieron no. Nadie se detuvo. Soldados a nuestro frente escucharon no y dispararon. Cayeron decenas. Nadie se detuvo. Cayeron miles. Las mujeres acariciaron la frente de sus hombres muertos, los hombres acomodaron las cabezas de sus mujeres en almohadas de hierbas, los padres abrazaron a sus hijos contra sus corazones, los demás nos acercábamos y apoyábamos nuestras manos en sus hombros. Nadie se detuvo.
Ojos de horror en los matadores. Se dispararon entre ellos, huyeron aterrados hacia mares y desiertos, y allí murieron convertidos en estatuas de sal.
Por la noche preparamos un té de frutas azucaradas para los más pequeños, y durmieron como podrían dormir los niños. Nosotros velamos su sueño. Nos mirábamos y nos reíamos en silencio, nos abrazábamos con viento, nos besábamos con rocío.
Nos levantamos con el sol y seguimos marchando. Algunos pensaron que era su oportunidad y fueron llegando. Querían sacarnos lo que teníamos, pero nada teníamos. Quería esclavizarnos, pero nadie hizo caso. Rezaron a miles de dioses, agradecimos las bendiciones y continuamos por nuestro destino. Cantaron marchas que aplaudimos, pero debieron retirarse.
Cada cual escuchó la voz de un árbol que lo invitaba, y allí se quedó. Otros veían en ciertas nubes el rostro de su primer amor, y esa era su señal. Algunos creyeron en los ojos de un pez, y fueron de ese lugar.
Nunca volvimos.

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